En el 99 me casé y adopté a un perro. Era un lunes de noviembre alrededor de la una de la tarde, sin anillos, invitados ni fotógrafos. Inmediatamente después, todavía vestidos de boda, hacíamos la compra en el supermercado más cochambroso de la zona. Cinco años más tarde, tras un traumático interrogatorio con la guardia civil, yo celebraba mi divorcio en los juzgados de viapol emborrachándome con mi, ya, ex marido y nuestro abogado en un cervecería cercana. Yo quería otra cosa.
En esa época yo leía a Herman Hesse y coleccionaba todas sus frases. Había una entre todas ellas, en la que creí firmemente toda mi vida, que decía que las cosas sólo ocurren si se desean con todas las fuerzas.
Muchas veces intento recordar en qué justo momento me percaté de que me había equivocado de dirección. En que momento decidí qué cosa quería y a desearla con todas mis fuerzas. Cuando intento regresar a ese tiempo y a ese lugar, me encuentro siempre con el mismo banco de niebla dónde pierdo la vista, y, hasta la memoria, intentando atisbar aquella circunvalación secreta que me dejó, años más tarde, en mi preciado destino. Imposible distinguirla.
Pero aquella circunvalación tenía una serie de encrucijadas, todas ellas muy parecidas entre sí, y yo, que sólo sabía que quería otra cosa, mi cosa, y que no contaba con brújula ni veleta, volaba a capricho del viento de un extremo a otro, sin arneses ni paracaídas.
Pasaron siglos hasta que conseguí pisar tierra firme. Pero ni el tiempo ni las brújulas me dieron jamás pista alguna del qué, cómo y dónde de mi otra cosa. Porque de esas cosas ni siquiera podemos contar con su existencia.
Todo sucedió una noche de enero, bajo una terrible tempestad, cuando me quedé encerrada dentro de una cabina telefónica rodeada de naranjos, y, cuando al borde de la desesperación, sufrí un cruce de líneas al intentar felicitar a mi madre en su 76 cumpleaños.
Se presentó con forma de espía en helicóptero, gabardina beige y vino francés en el bolsillo. Sobrevolé , dentro de la cabina, varios edificios en demolición hasta aterrizar en mi azotea. Pasé toda la madrugada y las 5.000 siguientes hablando en ese cruce de líneas delicioso que llevaba toda la vida esperando y dejé a mi madre al teléfono con un especialista en animales exóticos que ella tanto había buscado para su colección de periquitos.
Estuve a punto, ahora, de escribir al final valió la pena, sin embargo no es así. No es cuestión de que valga la pena, o no, ser persistente. No es eso. Es inevitable, creo yo, intrínseca en la naturaleza humana, esa automática tenacidad mía como la de todos. Cómo tampoco se podría denominar suerte a este tipo de sucesos, porque no lo es.
Creo que Eric Rohmer quiso decir lo mismo que Herman Hesse en su Cuento de invierno y lo mismo que yo he pensado toda mi vida. Creo que el constante estado de espera de Felici por encontrar una cosa llamada Charles corresponde, más que a la suerte, a las ganas de encontrarlo. Las ganas hacen la necesidad y la necesidad la certeza del encuentro. Charles aparece en el autobús como podría haber aparecido en mi cabina de teléfono, en un milagroso cruce de línea.
Y, aunque al final de la película nos preguntemos por el después, ni Rohmer ni Hesse le dieron más importancia, porque ni los cuentos tienen después, ni a los que nos hemos pasado la vida esperando ese fin, nos cabe después alguno. Estos cuentos de finales felices tienen eso, unos créditos rotundos y absolutos dónde, por un momento uno se hace muchas preguntas que acaban olvidadas segundos más tarde. Sólo unos segundos más tarde.
© Del Texto: Sonia Hirsch